(JCVM) Como esto de la escritura y el deporte me sigue viniendo más por devoción que por obligación, acontecen actos a mi alrededor que pese a mis desesperados intentos por poner tierra de por medio, me atrapan y me desilusionan. Estando yo para la ocasión referida, en uno de los estadios de fútbol de la provincia, de cuyo nombre no quiero acordarme, como un mero aficionado y cumpliendo con mis leales funciones de padre de deportista, esperando pacientemente que mi primogénito y sus compañeros pusieran en práctica aquello que su entrenador les lleva inculcando lenta e inexorablemente desde hace años en Alhaurín de la Torre, esto es, la decencia, la educación y algo de fútbol, en el partido anterior a la contienda que más me interesaba a mí, uno de los dos equipos tuvo la absoluta desfachatez de enviar el balón entre los tres palos con el beneplácito del señor colegiado, que no hizo absolutamente nada por evitarlo, ya fuese un despeje en la misma línea de gol, una falta a tiempo con derribo incluido como daño colateral, o si fuese menester, la anulación del gol por algunos de los largos recovecos que el reglamento permite.
A partir de ahí, uno de los espectadores, a todas luces tan padre como yo mismo, que tan solo momentos antes de la circunstancia en sí, proclamaba a voz en grito que lo importante es que los chavales se divirtieran y que lucharan con lealtad, cambió radicalmente su discurso para dedicarle una retahíla de improperios al árbitro, tan perfectamente delimitados en el tiempo y tan bien vocalizados, que me hizo suponer largas horas de entrenamientos previos, lecciones de dicción y alguna que otra sesión con profesionales que palían el siempre presente miedo a la charla en público.
Todos los presentes oímos soeces que tenían que ver con la vida íntima de la madre del árbitro («hijo de puta»), con la de su mujer («cabrón») y apreciaciones tan subjetivas como «Tás cargao el partío» o «Lo has calento tú». Incluso presuntas chanzas diminutivas como «sinver», que por cierto, yo nunca había oído antes, a pesar de mi dilatada presencia en lides semejantes…
Lo peor es que cuando todo acabó después de que, según él, Dios había sido justo al permitir que su equipo empatara literalmente en el último segundo del partido y su buen humor volviera al redil, respondió a la supuesta mesura de la afición contraria, alardeando de que él nunca le había faltado al respeto al árbitro, que él sólo animaba a los suyos y que la culpa de los dos o tres encontronazos entre los chavales, de categoría cadete por cierto, y de las dos o tres patadas fuera de tono que curiosamente surgieron entre los futbolistas de ambas escuadras a raíz de la retahíla de insultos del susodicho, fueron culpa del árbitro.
La cara de satisfacción que llevaba ese señor, con la conciencia tranquila después de perdonarnos a todos los que pululamos por su alrededor cobardemente callados ante las injusticias de este mundo, me ofendió profundamente. Por desgracia, criticar esto puede servir de muy poco, pero olvidarlo, sería aún peor.
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